Como en la escena final de El Perfume, presencié un episodio de intensidad similar en mi niñez. Debía de ser como el año 88, y sobre esto no hay consenso con mis hermanos, porque éramos los tres muy pequeños, así que nadie lo recuerda con exactitud. El caso es que estábamos en la plaza que hay debajo de casa de mis padres, junto a mi antiguo colegio, mis hermanos, mi madre y yo un sábado cualquiera por la mañana. De pronto todas las miradas se dirigieron a la fuente situada en medio. Una mujer cuya edad soy incapaz de intentar aproximar, teniendo en cuenta que yo era una preescolar, así que para mí podían ser como tropecientos años, comienza a quitarse la ropa y a restregar sobre su cuerpo desnudo toda suerte de verduras, que va extrayendo de bolsas de la compra, y a deslizarlas por diferentes recovecos de su anatomía. La escena parece un ritual casi mágico. Está ensimismada, como si se tratase de una ceremonia perfectamente orquestada. Todo es ritmo, efusividad. Arrastra los vegetales por sobacos, pechos, partes nobles, y se refrota como si le fuera la vida en ello. Mi madre me esconde detrás de sí, queriendo proteger mi curiosa mirada infantil del incomprensible acontecimiento. Pobre mujer. A saber qué conexión neuronal debió de fallar ese día para acabar protagonizando semejante estampa verduril. Quién sabe, quizá era feliz enfrascada en una comunión sensorial mística que los demás no alcanzábamos a comprender...
Si algo tiene la condenada es lo altamente contagiosa que resulta. Es desencadenarse y, tan rápida como un reguero de pólvora, arrasar por donde pasa. Eso y el don de la oportunidad, claro. Por supuesto, tiene predilección por lugares como velatorios y funerales. Me estoy viendo a mis 13 años haciendo frente a la primera muerte familiar y, entre llantos entrecortados y un continuo hilillo acuoso de moco incontrolable, cruzar una mirada furtiva con mi primo Raúl, llorando sin consuelo como yo y, en pleno velatorio de nuestra abuela paterna, estallar en risa nerviosa. Cosa que también ocurrió unos años más tarde, ya en nuestra veintena, esta vez sin llantos evidentes y despidiendo a nuestro abuelo, pero igualmente riéndonos ruidosamente tras establecer contacto visual entre los bancos de la iglesia. Aún recuerdo los codazos de mi hermana pero, es que, era de verdad imposible no reírse escuchando a la mujer que, afanosa ella y con una voz de pito penetrante, entonaba eso de “Corodero de D
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