AQUELLOS REINOS




En algún momento de nuestra vida, existen lugares que se convierten en reinos. Cuando tenía doce años mi reino estaba a unos doce pasos: diez en línea recta, dos a la derecha. Una vez dentro me internaba en un paraíso de todo aquello que estaba por ocurrir. Y es que el escenario que rodeaba a mi imaginación era perfecto: todas las ropas soñadas en mi todavía cuerpo de niña pero que, sabía, a buen seguro dentro de muy poco iba a poder usar. Dibujos a lápiz de Robert Smith o Clark Gable y Vivien Leigh. Todavía recuerdo esa maravilla. Tenían un realismo impresionante. Al abrir el armario empezaba la magia para una preadolescente: abrigos negros hasta los pies, jerseys de terciopelo, botas de tacón altísimas y camisetas de todos los colores. Todo ello abarrotado de posters y citas varias. Convivían en el abigarrado espacio el rubio de oro mucho antes de convertirse en matazombis o de encarnar al perfecto y musculado hombre griego con frases de película. (…) “porque mi voluntad es tan fuerte como la tuya y mi reino igual de grande... No tienes poder sobre mi". Y la colección de cedés. ¡Ah, bendita maravilla que tantas noches de sábado me mantuvo embobada pegada a los auriculares imaginándome en otras ciudades, paisajes, mundos!...
Leí algunas páginas de la vida de la habitante de aquel fantástico habitáculo, lo confieso. No tanto por cotillear, sino por el afán de saber qué se sentía cuando ya te habías adentrado en la aventura de empezar a ser un ensayo de adulto. Sin prisas por llegar, que nunca las tuve, pero sí una enorme curiosidad, que siempre me invadió. Un mundo al que hoy se supone pertenezco, aunque no sé muy bien cuándo ni exactamente cómo sucedió... Supongo que cuando descubres que en realidad no era tan importante que el último año de curso no fuera boyante, porque siempre tendrás otra oportunidad para estudiar con más calma y decidir entretanto qué te gusta en la vida. O cuando entiendes que la muerte puede arrebatarte a amigas de infancia a los veintidós...
Atrás quedó el laboratorio de pruebas que gestó mis sueños. Hoy, convertido en un saloncito, es protagonista del alboroto de nietos varios. Poco queda ya de aquel rincón. Si acaso un baúl donde antaño se guardaban libros y apuntes, creo recordar, y ahora lleno de juguetes.
Como dice mi padre cuando ve las noticias, “Hay que ser hijoputa para llamar anciano a un tío de setenta”. Pues sí, papá, qué razón tienes. Muy hijoputa. Porque, conforme vamos sumando años, todos queremos retrotaernos a aquel espíritu libre y lleno de posibilidades que teníamos delante de nuestras narices hace no tanto tiempo. La verdadera madurez en mi opinión.




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