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  Si me encontrase contigo, volvería a decírtelo. Una vez más. Sé que a veces andabas cabizbajo -o eso creo intuir- y te afectaban las acciones de otros. Como ocurre con quienes se preocupan de corazón de los demás y buscan mil y una maneras de hacer de este sitio un lugar que merezca las ganas… Te he visto. Aunque entonces era pequeña para entenderlo del todo. Pero te ví y lo sentí. Lo supe. Como pasó en nuestras clases algunas veces. Supongo que quizá en tu lucha por llegar a un grupo de chavalines con sus ritmos, sus historias particulares y el intenso día a día con otros docentes y mil y una preocupaciones del mundo adulto. Lo supe entonces y también la última vez, cuando te vi en el autobús hace unos pocos años, ensimismado, metido de lleno en tus pensamientos… No advertiste mi presencia, así que me acerqué y te saludé. Me identifiqué y te acordaste de mí... Sonreíste entonces y pude decírtelo. Que, GRACIAS a ti, supe, entre otras cosas, en qué se diferenciaban una ópera de una op

Omar

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   Maricarmen era el nombre que escogió -o tal vez el que le resultó más sencillo de recordar- para dirigirse a las mujeres que se acercaban a su puesto ambulante buscando ese collar perfecto a juego con el vestido veraniego, o los pendientes que más resaltaran el bronceado. Por eso, cuando, al verano siguiente, llegando a destino y divisándolo al entrar al ansiado lugar de vacaciones, asomé mi cabeza por la ventanilla del coche familiar, me emocionó mucho que, al gritarle un entusiasmado “¡Omaaaaar”!, me respondiera con esa sonrisa de buen hombre y un efusivo “¡Raqueeeeel!” acompañado de un enérgico movimiento de mano.   Cómo olvidar su generosidad, su alegría y su abierta sinceridad. Porque no le costaba nada decirte “Esto es una mierda, no te lo compres. Es mejor este otro” cuando alguno de sus productos no le convencía demasiado, aunque fuera a perder con el cambio… O sus habilidades arreglando patines (como aquella tarde con mi hermano que me estampé una buena.   Y es que, saltar
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 Va por vosotros A algunos se les esperaba, pero no pudieron llegar, otros estuvieron por largo tiempo, regalándonos un caleidoscopio de memorias que coleccionar. Los hubo, en cambio, que se marcharon antes de lo debido, dejando tras de sí una estela de profundo dolor solo amortiguado por el paso de los años… El día es claro y el cielo de un intenso azul. El sol brilla ahí arriba con toda su fuerza. Se escucha de fondo el sonido de los pájaros, con su cántico constante, como un recordatorio del preciado regalo que es esta vida. Que nos oigan ahí abajo, desde las entrañas del suelo, las termitas, las cigarras, los topos, las hormigas y las larvas, retumbando con todas nuestras ganas, exprimiendo los instantes, dejándonos nada para los restos, antes de que la tierra se lleve nuestro ruido por siempre. Es de justicia. Vaya por nuestros muertos.

---LA TARDE SE ESTIRA---

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Natillas, chocolate, kiwi, melocotón, coco, fresa ácida... Los dos primeros se llevaban la palma. Tanto que, eran los favoritos en la lista. Adquiridos en una tienda que, lo mismo vendía latas de Coca-Cola que jabón de trozo o pastas de canela y bollería varia. Con hormigas incluidas. Sí. Era lo que tenía ser una pequeña tienda de barrio de esas con puerta chirriante a ras de calle. Y con olor a harina de panadería. Y polvo y restos de migas en el mostrador. Esos chicles se alargaban como no recuerdo que lo hicieran otros. El sabor era intenso al principio y, probablemente pronto, más de lo que mis recuerdos infantiles quieren retener, se agotaba. Pero las pompas que podías hacer con esa masa harinosa no eran desdeñables. Se estiraba el chicle, como se estiraba la tarde. Mamá leía un libro, por la época apuesto que de Noah Gordon o en línea similar, y fumaba un cigarro en el salón disfrutando de los pequeños placeres que tres hijos, ya encaminados a la adolescencia, le dejaban exprimi
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Si algo tiene la condenada es lo altamente contagiosa que resulta. Es desencadenarse y, tan rápida como un reguero de pólvora, arrasar por donde pasa. Eso y el don de la oportunidad, claro. Por supuesto, tiene predilección por lugares como velatorios y funerales. Me estoy viendo a mis 13 años haciendo frente a la primera muerte familiar y, entre llantos entrecortados y un continuo hilillo acuoso de moco incontrolable, cruzar una mirada furtiva con mi primo Raúl, llorando sin consuelo como yo y, en pleno velatorio de nuestra abuela paterna, estallar en risa nerviosa. Cosa que también ocurrió unos años más tarde, ya en nuestra veintena, esta vez sin llantos evidentes y despidiendo a nuestro abuelo, pero igualmente riéndonos ruidosamente tras establecer contacto visual entre los bancos de la iglesia. Aún recuerdo los codazos de mi hermana pero, es que, era de verdad imposible no reírse escuchando a la mujer que, afanosa ella y con una voz de pito penetrante, entonaba eso de “Corodero de D

Sin antesalas

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Envolver un regalo con gracia requiere de cierto arte. Calculas el trozo de papel a emplear, doblas las esquinas cuidadosamente y empaquetas el objeto. Hay quienes incluso dominan otras técnicas más sofisticadas y, tijera en mano con un poco de papel o cuerda vistosos, crean tirabuzones y lazos que colocan encima del paquete. Sobre todo, regalar es un ritual. Primero piensas en la persona, eliges y finalmente envuelves. Creas un perfecto ambiente de espera previo a la entrega. Como esa fecha que decides reservar en tu calendario y que apuntas en tu agenda con un círculo bien marcado. Sabes que no se te olvidará por nada del mundo pero, ese día tedioso de la semana, vuelves a la página y se te ilumina la cara al imaginar la llegada del ansiado encuentro. De golpe y porrazo no hay fechas señaladas y el tiempo transcurre en un continuo incierto que quita ese brillo esencial a nuestros días y que, como suele decirse, es la sala de espera de nuestra alegría. Y ese interrogante

Prometí

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No me atreví a atravesar el pasadizo que unía el exterior con el interior de la casa. Hice varias intentonas-confesaré que flojitas- porque, a mis, calculo, escasos siete, me daba miedo no saber cruzarlo y que me llevase a otro lugar y me perdiera... ¡Bendita imaginación!  Cuando quise volver habíamos crecido o ya no jugábamos más a aquello, ya no recuerdo. Luego pasaron los años como rayos y, tiempo después demolieron el terreno que gestó nuestros primeros juegos de infancia.      Prometí una vuelta más en la montaña rusa y que, cuando estuviésemos boca-abajo, abriría bien los ojos pero, después de dos viajes seguidos, no quisimos esperar más a la cola. Al regresar una década después, descubrí que tenía miedo a varias atracciones del parque, en especial a las montañas rusas... No podía esperar a dar un estirón para imitar a mi hermano y subirme yo también a los tejados de casa de la abuela. ¡Nada me haría más feliz que ver el mundo desde allá arriba! Y a los gatos que, cad